La metamorfósis del poeta
Tuve dos encuentros más o menos cercanos con Alejandro Aura. Los episodios, creo, ilustran de manera clara la transfromación de este personaje recientemente fallecido en Madrid. El primero ocurrió en Coyoacán, como espectador adolescente de la obra Salón Calavera, original del propio Aura. Se trataba de una deliciosa sátira en la que el dramaturgo y poeta desplegaba sus notables facultades en el arte del albur. Me divirtió muchísimo, y quedé convencido de que Alejandro Aura era un excelente actor, aunque por aquel entonces era célebre como dramaturgo. Luego se vovió de dominio público su capacidad como poeta. Con el paso de los años, y como muchos “intelectuales” mexicanos de izquierda (no parece haber otros en México), Aura ingresó a la tribuna VIP del perredismo. Como artista, su obra se había visto eclipsada por la de su entonces esposa, la exitosísima y simpática Carmen Boullosa, que cuenta con un gran cartel en Europa y, a diferencia del fallecido autor, era conocida más allá de las fronteras del universo iberoamericano. Por ésta u otras razones, Aura decidió dedicarse al servicio público y, más concretamente, al perredismo de principios del siglo XX, que aún era controlado por la corriente cardenista. Precisamente fue Cuauhtémoc Cárdenas quien ganó en 1997 las primeras elecciones para gobernador (regente, hoy jefe de Gobierno) del Distrito Federal, el bastión político más importante del país. Como suele suceder, los perredistas no lograron contener su euforia. “Nos los chingamos, compadre”, me dijo luego de una entrevista, en su tono ciertamente vulgar, el escritor Paco Ignacio Taibo II. De manera absurda, el perredismo concibió su ejercicio de gobierno, desde sus inicios, como una competencia a muerte contra el gobierno federal. Así, Aura fue nombrado director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, que en los delirios perredistas pretendía ser contraparte del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes sin contar con el presupuesto ni el oficio necesarios para tal tarea. Ahí, el poeta perdio el suelo y la cordura. Se consolidó como parte de una nueva élite perredista, proletaria en la convicción, pero burguesa, e incluso aristocrática, en sus apetitos y comportamientos. Aura promovió “purgas” al interior del ICCM y perpetuó la costumbre de manejar la cultura en la lógica de los clanes y las mafias. Es ahí (segundo encuentro) donde pude enterarme con cierta cercanía de lo que sucedía en el organismo donde Aura manejaba dinero público. Era la historia eterna: México y el poder. Luego vino la renuncia de Cárdenas, la previsible candidatura presidencial, la más previsible derrota ante Vicente Fox y, finalmente, la traición al cardenismo a manos de Andrés Manuel López Obrador y sus secuaces neoperredistas y postpriistas. La figura de “el ingeniero” (Cárdenas) fue defenestrada. Aura se fue a una especie de exilio dorado en Madrid, se casó con una ciudadana española y volvió a sus orígenes: el teatro y la radio. También siguió viviendo del presupuesto público hasta el último de sus días. Hoy se habla mucho, y bien, del poeta fallecido. Quizá es lo justo. Pero el epitafio público de Alejandro Aura, escrito en buena parte por sus amigos y otros nostálgicos, deja de lado ese aspecto humano de quien decidió acariciar el poder y no supo controlarlo. O bien, de quien paradójicamente no supo conducirse en el escenario del servicio público. Entre uno y otro, me quedo con el Alejandro Aura de Salón Calavera. Es fea costumbre hablar mal de los muertos.
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