Ginebra / II

La habitación 36 del Hotel d’Allaves, en Ginebra, parecía una pequeña cabaña suiza. Las paredes lucían relieves de concreto y roca, materiales que, según pude comprobar, eran auténticos. El cielo raso estaba rematado en gruesos tablones de madera. Pese a todo este ejercicio de observación, tardé varias horas en percatarme de que alguien me observaba precisamente desde las alturas. Era una mujer desnuda, recostada en plena superficie arenosa de lo que, supuse, sería una playa holandesa o italiana. Con la mirada, ella parecía reclamarle el no haber reparado antes en sus encantos, con un gesto aparentemente divertido. El autor le confirió un gesto interesante a la fémina, al dotarla de un libro que acompañaba su desnudez. ¿Cómo y por qué pondría alguien allí una imagen tal? Habiendo conocido ya muchos hoteles europeos, aventuré una única tesis: en otra época, el d’Allaves había servido como templo del placer a donde acudían diplomáticos de nivel medio para… bueno, creo que no necesito explicar más. En pocas palabras, el edificio había sido un burdel respetable, no de esos que tienen piscinas en vez de alcobas, y multitudes en lugar de intimidad. Eso es lo que elucubré. Al día siguiente, la tesis se robusteció. En realidad, la decoración entera del hotel estaba conformada por desnudos femeninos; representaciones de Venus en estilos que iban del realismo al cubismo, sin llegar a la intensidad de cuadros como “El origen del universo”, de Courbet (obra que, por otra parte, goza hoy de total legitimidad estética). En cuanto a la joven de mi habitación, me hizo recordar a otro gran francés, Jean Baptiste Camille Corot, y a su inolvidable pintura “La odalisca romana”. Así que atribuí a la anónima pintura el título de “La odalisca ginebrina”, tras lo cual ella pareció sonreir con mayor plenitud. Pensaba en todo eso cuando pregunté por la mejor manera de llegar a mi siguiente objetivo: el edificio ubicado en L’Ancienne Route, en la zona conocida como Grand-Saconnex. Las instrucciones fueron precisas: “Tome usted el autobús número 5 y baje en la Planexpo”, dijo la recepcionista. Ella era una rubia de muy buen ver, así que no impuse objeción ni hice preguntas adicionales. El vehículo arrancó, lleno de personas ansiosas de llegar a su trabajo. Así rodeamos la estación de trenes, y subimos por una pronunciada cuesta que nos llevó de Gare Cornavin, Vidolet, Vermon y Varembé hasta llegar al enorme complejo de las Naciones Unidas, pasando por la Alta Comisaría de la ONU para Refugiados. Descendí en Palexpo, aún atendiendo a la voz de la rubia, y allí me vi en medio de la más absoluta soledad. Para colmo, una muy densa niebla devoraba todo a mi alrededor, y el frío me causaba recaídas trepidantes en la garganta. Por suerte llevaba un mapa, de modo que caminé y caminé cuesta abajo hasta llegar a la parada de Le Pommier. Llegué a la sede del EBU (European Broadcasting Union) al cinco para las nueve; es decir, justo a tiempo. Había vencido, una vez más. O al menos eso creía yo, mientras tomaba asiento entre una docena de desconocidos con los que pasaría todo ese día, y buena parte del siguiente. Iban llegando uno a uno, desplegando sus conocimientos de etiqueta ejecutiva y sus minilaptops. Aparentemente, todos eran viejos conocidos. Hablaban inglés y, mientras saludaban, yo me comencé a marear.

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