Ginebra / I

El viaje no comenzó con los mejores augurios. Todo comenzó en la librería de la estación ferroviaria de Bonn, donde cometí el error de tomar Los discursos de Buda en vez de una novela de Turgueniev. Dieron las nueve y cuarto de la mañana cuando, todavía con el café en la mano, logré meterme en el tren que yacía junto al andén número 3. Es cierto que llevaba mi reproductor MP3. Pero mi almacén de podcasts presentaba límites definidos y, cuando tomé el hermoso libro blanco, la lectura se tornó en tortura. Lo que Buda tenga que decir sigue representando para mí una gran enseñanza. Sólo que sus discursos, estilísticamente hablando, son un suplicio minimalista insoportable. O quizá era la gripe. El caso es que crucé la frontera germano-helvética, y al llegar a Basilea todo me parecía horrible, gris y desgastado. Me encontraba en Suiza, pero todo era distinto de lo que me hubiera imaginado. ¿Dónde está el dinero?, me pregunté con igual insistencia, cada vez que voletaba a mi alrededor. En la estación de trenes de Basilea me comí la peor focaccia de salmón que hubiera probado en mi vida. Me subí al segundo tren un poco más calmado. El artefacto comenzó a ascender por hermosas laderas suizas, llenas de grandes árboles y límpidos manantiales. Pasamos por Laufen, Bienne, Neuchátel, Yverdon-les-Bains, y llegamos a Lausanne. Comenzamos a bordear el Lago Lemán, adentrándonos por completo en el mundo francófono, en el cual no soy más que un indefenso infante. Al llegar a Ginebra, caminé grandes trechos buscando el camino hacia el Hotel d’Allaves, que escogí precisamente por estar a unos pasos del Lago Lemán (o Lago de Ginebra). Finalmente, a eso de las seis de la tarde llegué a la Plaza Kleberg. Siguiendo mi vieja compulsión, me lancé de inmediato a caminar por las calles ginebrinas, ignorando por completo mi febril condición. Luego de la décimotercera fotografía comenzó a llover de nuevo, ahora de manera ingente. Tuve que refugiarme en una iglesia, Norte Dame, a unos pasos de la estación, y ahí me di por vencido. Regresé a Kleberg, solicité asilo en el Starbucks de la esquina y me tomé un Café Mocha (grande) con rosquillas de chocolate. Acto seguido, me retiré a mi reino particular: la habitación 36. Prendí el televisor y luego de mucho apretar botones me estacioné en la televisión italiana, donde pasaban un programa de concurso. Luego cambié a la televisora alemana y vi casi completo un interesantísimo documental sobre las penurias de la población civil en Prusia Occidental, región que fue parte de Alemania hasta el final de la Segunda guerra Mundial. Hoy es territorio polaco. Pensé en salir de nuevo a tomar fotografías, pero fue sólo hasta entonces que comprendí exactamente a qué había venido. La convocatoria era para los días siguientes, en el llamado International Broadcasting Meeting, encuentro organizado por la European Broadcasting Union y en el que participarían representantes de otras radios públicas europeas. Además de tan connotadas personalidades, iría yo.

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