Los satélites y el perfume de Isabella

Me ha tocado hacer muchas cosas en la vida a fin de ganarme el pan. Algunas de ellas han sido muy gratas. Escuché la voz de Marcel Marceau, respiré de cerca el perfume de Isabella Rosellini, viajé por ciudades mexicanas tirando carteras llenas de dinero, recorrí Inglaterra y Escocia, devoré mariscos en Guerrero Negro, saludé de beso a Tania Libertad, compartí algunas ideas con maestros como Musacchio, Lara, Roura, Güemes u Ochoa, y desperdicié algunas horas con encueratrices en el desaparecido café Durangos, en la esquina de la ANDA (donde también me tocó ver una tarde juntos, en vivo y en directo, a Resortes y Clavillazo). Por ejemplo. Otras no han sido tan edificantes. En estos más de veinte años además he cargado cajas llenas de cintas magnetofónicas, he entregado sobres con sobornos a empleadillos de empresas discográficas, he supervisado banquetes con hambre y sin poder probar un bocado, he asistido a mítines de Andrés Manuel López Obrador, he hecho guardias nocturnas en salas de redacción infestadas de ratas, he visto cómo algunos de mis jefes se vuelven millonarios, o he tenido que esperar durante horas a algún entrevistado afuera de la Hacienda de los Morales. Esas labores ingratas del periodismo, de las cuales uno comienza a cansarse al cumplir los cuarenta. En la lucha por tal o cual poder, he perdido valiosas amistades. Gajes del oficio. También ha habido experiencias altamente formativas como las conferencias de derechos humanos, las visitas a los centros penitenciarios, las lecturas y, por supuesto, los viajes. Pero jamás, en estas dos décadas, me había tocado una asignación tan peculiar como la ocurrida en días pasados. La sede es la que yo denomine como “la ciudad cósmica de Darmstadt”, en principio, porque ahí mismo –y en otros lugares- se forjó uno de los movimientos más importantes de renovación musical: el serialismo total, que vio surgir a Karlheinz Stockhausen y su “música cósmica”. Pero también en Darmstadt se encuentra una de las sedes principales de la Agencia Espacial Europea. Ése fue mi destino en la reciente ocasión. Por iniciativa propia, acudí a la V Conferencia Europea sobre Basura Espacial. Grupos de científicos provenientes de todos los confines de la Tierra deliberaron acerca de la espesa capa de derelictos que van dejando a su paso los satélites lanzados por el ser humano. Son 6.000 toneladas de materia que ya rodea nuestro planeta y que pueden constituir un peligro para futuras misiones espaciales. Donde está el problema está el negocio. Así, ya son algunas las empresas que promocionan tal o cual “solución” al problema de la basura espacial. En el evento tuve que escuchar –y en parte, registrar- ponencias que hablaban de la “excentricidad” de la materia flotante o del”tamaño mínimo de la burbuja de gas”. Los científicos se afanaban en presentar power points en los que se esparcía una serie de puntitos de colores. No sé por qué, pero todas las ponencias –la italiana, la finlandesa, la alemana, la francesa…- eran iguales. Lo peor es que al final me quedó una clara impresión. Nadie sabe a ciencia cierta qué hacer con la nube de hierros que levitan en alguna capa superior de la órbita. Se tiene alguna idea, pero faltan recursos suficientes para avanzar al mismo grado que el problema: dos explosiones ocurridas desde 2007, una de ellas intencional, aumentaron en sesenta por ciento el riesgo de colisión para las misiones espaciales. La basura espacial, pues, se acumula alrededor del planeta. Y la contemplamos sin hacer realmente nada para remediarlo. En su insaciable afán expansivo, el ser humano comienza a ensuciar la infinidad del universo. Algo que habla de nuestra condición. En esos días delirantes en Darmstadt aprendí a amar a los extraterrestres.

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