Una pregunta para Obama

México fue quizá el único país del mundo en el que la elección de Barack Obama como el primer presidente afroamericano de Estados Unidos no ocupó el encabezado principal. La razón la conocen bien mis compatriotas: la muerte al mismo tiempo del secretario de Gobernación y del encargado de la lucha contra el narcotráfico, en un avionazo ocurrido en plena ciudad de México. Mientras seguía minuto a minuto el cauce de los comicios estadounidenses, pude percatarme plenamente de la conmoción que causó en tierras mexicanas el deceso de estos importantes funcionarios públicos. Y no es para menos. El gobierno federal, responsablemente, ha descartado la mención directa de la posibilidad de un atentado. En un primer reflejo, la opinión pública nacional coincidió, aunque poco más tarde volvió a un nivel más incisivo. El tema que está en juego, ante un suceso de tales características, es la gobernabilidad del país. Y metidos en tal universo, no cabe sino hacer un ejercicio estratégico en el que no puede ni debe descartarse ninguna posibilidad. Incluida la del atentado. Los vectores para explorar tal línea de investigación son claros. En primer lugar, debe recordarse que el gobierno tenía poco de haber desenmascarado una red de infiltraciones en las más altas oficinas encargadas de lucha contra el narcotráfico. Importantes funcionarios fueron suspendidos de sus cargos, e incluso hubo allanamientos en oficinas de la Agencia Federal de Investigaciones. Fueron sin duda grandes golpes al crimen organizado que, de acuerdo a la lógica criminal, demandan una reacción. Luego vienen los factores mismos del accidente. La pregunta esencial: ¿cómo es que, de los cientos de aviones que aterrizan y despegan de la ciudad de México todos los días, se desplomó precisamente el que llevaba a bordo al encargado de la seguridad interna del país y al comisionado para el combate contra los cárteles del narcotráfico? En efecto, no hay sitio para coincidencias. Aquí sólo hay dos explicaciones lógicas posibles, el atentado, o una grave negligencia o serie de negligencias en torno de los fallecidos. Algunos pretenden descartar la primera, argumentando que no hay indicios de explosión o detonación. Pero eso no basta. Un accidente puede provocarse cortando cables, aflojando mangueras o propiciando otros desperfectos en un aparato tan complicado como lo es una aeronave. Basta tener personal capacitado y acceso a la máquina. Lo que quiero decir es que reventar un vehículo con un misil no es la única manera de cometer un magnicidio. Así, la tesis del ataque a manos del narcotráfico sigue vigente y no debe ser descartada, por lo menos con tales argumentos. De seguro coinciden con este punto de vista, a puertas cerradas, los más altos funcionarios del gobierno federal. Por otra parte, creer en la serie de coincidencias capaces de originar tal accidente es como tener la convicción de que existe la vida extraterrestre: es una fantasía psicológicamente reconfortante, que tiene tan poco o menos sustento que cualquier otra hipótesis. El único hecho puro y duro es que lo sucedido no nada más afecta a la lucha antinarcóticos; disloca también el proyecto político de Felipe Calderón, que veía en Juan Camilo Muriño a su probable sucesor. En este sentido, me parece que el impacto desestabilizador del avionazo es equiparable al de la muerte de Luis Donaldo Colosio (con lo cual no queremos decir ni sugerir un crimen político). Vamos aterrizando: por experiencia, y por tratarse de México, creo que nunca sabremos exactamente qué pasó. Los aztecas nos quedaremos, como siempre, a merced de la intuición, de nuestros mitos, de nuestras desconfianzas, de nuestra incapacidad para enfrentar la realidad. Esto no cambia mucho las cosas. Un atentado desvelaría la grave condición de anarquía en un país que recordaría, ya, a la Colombia de los años ochenta. Un accidente hablaría de un Estado débil y poco profesional en su política de seguridad. Exhibiría la paradoja de un gobierno incierto como factor de inestabilidad. Al final, ambas alternativas proponen un futuro desalentador para México. Al escuchar el brillante discurso de Barack Obama en el Parque Grant, me pregunto: ¿qué hará el futuro presidente ante el polvorín mexicano que tiene a sus pies?

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