13 años

El mayor acontecimiento que yo recuerde, relacionado con el año de 1976, fue el desarrollo de los Juegos Olímpicos en la ciudad canadiense de Montreal. Por supuesto, no existía internet, ni se había generalizado la telefonía celular. La transmisión del magno acontecimiento la seguí por Canal 13, con José Ramón Fernández al frente. En México, el gobierno priista lo decidía todo, incluido lo que la ciudadanía debía ver y escuchar tanto en la radio como en la televisión. Cada vez que íbamos a Acapulco a visitar a mi mamagrande, debíamos detenernos en retenes militares que buscaban guerrilleros como los que un par de años antes habían secuestrado a Rubén Figueroa Figueroa, gobernador del estado de Guerrero y a quien se atribuía la frase: “aquí no hay presos políticos. Todos están muertos”. Por otra parte, estaba por comenzar el régimen de José López Portillo. Aún tengo en la mente las imágenes de “la cargada” cuando el entonces secretario de Hacienda fue “destapado” como candidato del PRI a la presidencia: las manos ansiosas, buscando la bendición de aquel ser que poco a poco se tornaba ultraterreno; las cámaras de televisión chocando con el contingente, la catarsis del ritual presidencialista, la apología inmediata en noticieros de radio y televisión. A mí la política me importaba un pepino (o como decía mi ex jefe Guillermo Ochoa, “una pura chingada”). Pero parecía ser noticia importante, y era difícil resistirse a la euforia que desataba. Hoy recuerdo aquellos días como si estuvieran envueltos en una espesa neblina de la cual apenas puedo rescatar algunas impresiones aisladas. Lo que más me interesaba entonces, creo, era el deporte. Y una mujer. La veía volar en la pantalla, dar piruetas increíbles en el aire, y aterrizar como si nada, desplegando una sonrisa que pronto se hizo famosa. Venía de Rumania, país que tenía sus propios problemas con la democracia, y había cambiado la historia olímpica al conquistar el primer juicio perfecto en gimnasia. Se llamaba Nadia Comaneci. No estoy seguro, pero creo que ese verano mis padres hicieron aquel viaje a Europa y nos dejaron en Acapulco. No fueron, para mí, las vacaciones más felices. En la casa de mamagrande no había piscina. Yo me aburría en exceso y pasaba horas sentado en una mecedora, frente a un aparato de radio en el que escuchaba los éxitos del momento. Mis tíos se preocupaban mucho. Pero en realidad la cosa no era para tanto. Únicamente oía las canciones y soñaba con Nadia. En mi imaginación,viajaba yo hasta las frías y crueles laderas de los Cárpatos y rescataba a la gimnasta que era presa de las sevicias del comunismo. Era una historia romántica, que repetía yo una y otra vez en mi cabeza, mientras pasaban las largas semanas del húmedo verano tropical. Si las cuentas no me fallan, cursaba yo el segundo año de secundaria. Como cada año, era parte de la selección de fútbol de mi clase, equipo de casaca rojinegra con el conocido logotipo de la marca adidas. Era lo que entonces se conocía como extremo derecho, muy pegado a la línea, siguiendo el ejemplo de un peruano inolvidable: Juan José “la Cobra” Muñante. En esa grama, en el estacionamiento superior de Plaza Universidad, o en “la pista” de la colonia Unidad Modelo, pasé los que sin duda fueron los momentos más emocionantes y alegres de aquellos días. La televisión también me traía enormes alegrías, como cuando veía el increíble desempeño del Unión de Curtidores y su goleador estrella, Fausto Vargas. Eran días muy distintos, llenos de confusión y de expectativas. De orgullo infantil y de ansias adultas. De miedo y de ira. Tenía entonces 13 años de edad. Los mismos que hoy cumple mi hijo mayor, Paco.

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