Postdemocracia

La democracia está en crisis. Las instituciones no funcionan, o carecen de credibilidad. La clase política no representa a la ciudadanía, sino a intereses de grupo. La prensa refleja el nivel más elemental de la discusión política, y además, es secuestrada por la misma clase política y por poderosas agencias de relaciones públicas. Las elecciones se han agotado como expresión de voluntad colectiva; son, hoy por hoy, un mero trámite de legitimación que sólo sirve para confirmar y profundizar la polarización social. Lo anterior no lo digo yo, ni las numerosas encuestas que identifican claramente el desprecio ciudadano hacia la política y los políticos, aún en democracias funcionales. Lo dice también el politólogo inglés Colin Crouch, quien inauguró hace poco una llamativa línea de pensamiento en la ciencia política. La democracia, sostiene Crouch, siempre ha sido una utopía. Y tiene razón. Desde tiempos de Pericles se habla de gobiernos al servicio de la justicia. Pero en aquella Grecia antigua, dicha discusión cohabitaba con la existencia del esclavismo formal. Los dilemas de hoy, obviamente, son distintos. Nos encontramos, dice el politólogo británico, en plena postdemocracia, momento caracterizado básicamente por las circunstancias descritas al principio de este escrito. Más adelante profundizaré en las tesis específicas de esta aproximación a los fenómenos de la democracia en el siglo XXI, y de las soluciones, si es que existen desde su punto de vista. Esto requiere una lectura atenta de su obra reciente, titulada precisamente Postdemocracia. Por ahora, cabría hacer un breve análisis del término en sí. ¿En realidad se han agotado las instituciones democráticas? ¿Puede aplicarse ello de manera universal al conglomerado de democracias, tanto a las funcionales como a las „defectuosas“? ¿Exagera el académico, o acaso busca implantar una nueva moda en la politología? De nuevo, el caso latinoamericano proporciona material sufciente para aventurar respuestas. México pasó rápidamente de un regimen de partido hegemónico, como lo llamaba Octavio Paz, a una turbodemocracia electoralista. Vicente Fox no fue otra cosa que un acabado producto de mercadotecnia política que fue „comprado“ por la ciudadanía para acabar con la hegemonía prista. Pero al cumplirse un sexenio de la era postautoritaria, según la terminología de César Cansino, las instituciones electorales (el IFE) ya se habían agotado al perder su carácter imparcial e incoporarse al mercado de intereses políticos y económicos que se dirimieron en los comicios de 2006. Desde el punto de vista técnico, las elecciones mexicanas transcurrieron conforme a las normas aceptadas para la democracia. Pero el entorno institucional fue vulnerado hasta llegar a un virtual punto de ruptura, tanto por el gobierno federal como por las principales fuerzas opositoras, amparadas en el presupuesto del gobierno del Distrito Federal. La rotación del poder en círculos cada vez más compactos es otro síntoma del agotamiento de la democracia en América Latina. De hecho, la enfermedad tiene origen estadounidense, y se puso de manifiesto al convertirse la Casa Blanca en reducto de la familia Bush. Fox intentó heredar la presidencia de México a su esposa. Desde la „nueva izquierda“ (otra etiqueta de la mercadotecnia política), Néstor Kirchner logró salirse con la suya en Argentina, ungiendo a su cónyuge Cristina. En Nicaragua se gesta un caso similar entre el presidente Daniel Ortega y su compañera, Rosario Murillo. También está el regreso de algunos ex presidentes como Alan García en el Perú y Óscar Arias en Costa Rica. Y por si fuera poco, la tentación más antigua de todas, la perpetuación del poder unipersonal, no ha desaparecido. Ahí está el caso del colombiano Álvaro Uribe y su –hasta ahora- efectiva guerra contra las FARC. Tal cruzada, como ya se sabe, no guarda otro fin más que el de permitir la reelección del mandatario colombiano La ascención de neocaudillos como el venezolano Hugo Chávez y el boliviano Evo Morales (indígena en la forma y criollo en el fondo), no son alternativa real sino, más bien, fenómeno que confirma la enfermedad democrática del subcontinente. Así que, por lo menos en principio, el diagnóstico de Colin Crouch parece ser el correcto para una región inmadura en la democracia y, por tanto, vulnerable a los nuevos virus globales. Cuando se habla de America Latina, suele suponerse que las falencias democráticas se deben a cuestiones específicas de la región o de los países que la componen. Las tesis de Crouch, por lo pronto, abren la puerta a interpretaciones menos tropicalizadas de lo que sucede en el entorno latinoamericano. Interpretaciones menos ingenuas, menos historicistas y menos personalistas. Quizá también darán pie a explicaciones más precisas y realistas.

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