Postdemocracia / II

Para Colin Crouch, la palabra postdemocracia no implica que esta forma de gobierno esté muerta ni clausurada. Él concibe el desarrollo de la democracia como una curva parabólica en la que, paradójicamente, los momentos de mayor plenitud se han producido justo después de conflictos bélicos. Los argumentos de Crouch son complejos. Sus tesis, por momentos, parecen una denuncia macroeconómica más que un alegato politológico. Ahí radica la que, a mi juicio, es la principal crítica al volumen. Crouch detecta, de manera muy exhaustiva, una serie de fenómenos reales y perceptibles que pocas veces he visto entrelazados en un análisis politológico serio. Los argumentos son sólidos, en la medida que están debidamente soportados por una investigación académica en forma. Y no es que el británico carezca de razón cuando sugiere que una serie de factores históricos y económicos, relacionados sobre todo con las formas de producción, desemboquen en el actual escepticismo universal respecto de la democracia. Pero creo que para hablar de postdemocracia habría que elaborar escenarios mucho más específicos, aterrizándolos en realidades concretas. Después de todo, el desencanto democrático es protagonizado por el ciudadano de a pie, y no por el profundo conocedor de la historia. Otra posible falla consiste en que, a mi juicio, el autor se muestra demasiado benévolo con las opciones de izquierda “dura”, en la cual ve las mayores muestras de representatividad ciudadana. Ni siquiera la socialdemocracia escapa a su crítica, que por otro lado es absolutamente precisa. Gobiernos socialdemócratas como el de Gerhard Schröder en Alemania abrieron las puertas a la intervención del capital privado en funciones que en otro momento fueron concebidas dentro de la esfera del Estado. Así, es natural que el desencanto con el “socialismo rosa” haya empujado a políticos y electores hacia una izquierda estridente, pero poco propositiva. Aún cuando admite que la izquierda dura puede dar lugar al surgimiento de caudillos o populistas, Crouch se aventura a sugerir que es algo así como “de los males el mejor”. Eso, y la redundancia en reproches antiprivatizadores y antiglobalizantes algo estrechos, le otorgan al libro una especie de tufillo ideológico y de parcialidad, además de que le restan profundidad. En cambio, aparecen algunas tesis provocadoras y quizá hasta ciertas; por ejemplo, el académico sostiene que las ONG’s no constituyen por sí mismas un elemento democrático sino que, por el contrario, son cuerpos sociales que usurpan opciones de participación ciudadana. Es verdad: los investigadores nos deben un gran estudio sobre el papel real de la llamada “sociedad civil organizada”, cómo funciona ésta en realidad, a quién responde, cómo se financia y con qué criterios, cómo hace política, cómo uniforma los discursos, cómo crea nuevas élites en vez de abolirlas, qué posición tiene ante los ciudadanos, etc. Yo seguramente regresaré en algún momento a este tema específico, que por sí mismo me parece fascinante. Por el momento, pienso que el solo diagnóstico de Crouch es materia suficiente para comenzar un debate de fondo, indispensable, acerca del “concepto liberal” que prevalece en la discusión pública sobre la naturaleza de la democracia. Todos los síntomas que el académico discute, y algunos más, están ciertamente presentes, sobre todo el secuestro de la política a manos del marketing político (que son dos cosas bien distintas). Me gustaría que el término postdemocracia se transformara en la última moda dentro de la politología, con lo cual casi seguramente se decantaría hacia periódicos y revistas. También quisiera que las tesis de Colin Crouch fueran más frontales y “aterrizadas”, y que hablara más acerca de los procesos de construcción del Estado de Derecho. Pero no sé si baste con este volumen de 160 páginas. Podría, eso sí, ser el excelente inicio de una serie sobre el tema. Pero esa no es decisión mía, sino del autor con el que próximamente sostendré una entrevista.

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