Hart, Metcalf y Warner

La vida nos tiene guardadas experiencias extrañas que ponen a prueba nuestra capacidad de análisis. Experiencias que de repente nos echa en la cara, cuando creemos que ya todo está escrito. Vivencias que al mismo tiempo nos confrontan con el pasado y nos hacen abrir las puertas de la percepción a la agridulce incertidumbre del futuro. Acabo de vivir una de ellas al ver por primera vez un partido de fútbol americano narrado en alemán. Se trataba, claro, del Super Bowl entre los Cardenales de Arizona y los Acereros de Pittsburgh, con el resultado que todos conocemos. Hacía años que no acompañaba un encuentro de este deporte. Me motivó en primer lugar la emoción de contemplar por fin a mi equipo favorito, los Cardenales, en un partido final de la NFL. Al presenciar las jugadas recordé cómo y por qué me hice simpatizante del equipo rojiblanco. Para empezar, los Cardenales no jugaban en Arizona sino en San Luis. Las estrellas del equipo eran el mariscal de campo Jim Hart y el corredor Terry Metcalf, que devoraba yardas haciendo gala no sólo de capacidad atlética sino de un estilo casi danzante. Eran tiempos de enormes quarterbacks: Roger Staubach (Dallas), Bert Jones (de los entonces Potros de Baltimore), Terry Bradshaw (Acereros), Joe Namath (Jets de Nueva York), el legendario Billy Kilmer (que jugaba con fracturas en las costillas o la clavícula para Pieles Rojas de Washington), Fran Tarkenton (Vikingos de Minnesota, que siempre rehuía los golpes tirándose al suelo) o Ken Stabler (Raiders de Oakland). Había otros, como Roman Gabriel, de las Águilas de Filadelfia, al cual sus equipos no los dejaban figurar demasiado. De igual modo, Hart no aparecía como de lo mejor de la liga. Era sobre todo un buen pasador que, sin embargo, jamás hizo levantar a su equipo a un nivel de franca mediocridad. ¡Pero qué estilo! Fue esta elegante manera de perder, o las aficiones ornitológicas de mi papá, o quizá el color carmesí de la casaca, lo que me orilló a una simpatía encriptada y oculta hasta para mis más próximos allegados. Luego de muchos años de no seguir “el americano”, como conocíamos a este deporte, me sorprendió infinitamente ver a Kurt Warner de nuevo en un Super Tazón e, incluso, como jugador activo. Me quedé en que había sido defenestrado de los Carneros de San Luis, tras escribir históricos logros para ese equipo. En el Super Bowl me pareció francamente grato ver a este hombre azotado por las lesiones emulando las hazañas de todos aquellos mariscales de campo a los cuales ya mencioné. Warner es, sin duda alguna, uno de los grandes héroes en toda la historia del fútbol americano. También me agradó ver que, pese a los cambios en la mercadotecnia y en las reglas mismas del deporte, éste conserva la esencia combativa y perfeccionista de antaño. Casi al terminar el segundo cuarto, Warner y los suyos se enfilaron hacia lo que parecía ser una anotación inevitable. Pero en cuanto vi la formación escogida por Warner, “me latió” que algo podía salir mal. Y así fue. Una intercepción en la propia línea dio como resultado el regreso más largo en la historia de los Super Bowls: 100 yardas para el linebacker James Harrison. El veterano quarterback apostó y perdió. Le falló el último detalle ya de ahí en adelante el partido no fue el mismo, pese a su emoción posterior. Ni modo. Es parte de esta fascinante competencia que tanto le gustaba a Hunter S. Thompson. Como experiencia emotiva, contemplar el Super Bowl fue para mí un viaje al pasado y un aterrizaje brusco en el presente. En lo racional, me quedé con dos conclusiones. Una, que la NFL tiene el mejor sistema en todo el mundo para garantizar la competitividad, al mismo tiempo que se promueve el deporte en las universidades. Y dos, que en el fútbol americano la precisión y el esquema táctico son tan importantes como la capacidad atlética. La estrategia y el poder alcanzan en él su nivel máximo. Es el deporte más perfecto de cuantos haya inventado el ser humano. Aunque lo relate un locutor alemán.

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