Un alegato sobre el fútbol y la cultura cool
Estoy convencido de que prácticamente todos los ciudadanos del mundo vivimos bajo un nuevo tipo de dictadura: la del entretenimiento. Los medios de comunicación masiva, sobre todo la television y el cine, hace mucho que dejaron de ser meras “fábricas de ilusiones” para una sociedad necesitada de diversion. Hoy son protagonistas sociales activos que utilizan su poder para implantar costumbres. A través de ellos se diseminan ideas, se promueven productos y se crean hábitos orientados al consumo. También son capaces de romper paradigmas; por ejemplo, el celebérrimo beso de Madonna a Britney Spears. Gracias a ese episodio icónico, hoy es de lo más común ver a muchachitas saludándose con un ósculo en los labios como sinónimo de lo cool que son o pretenden ser. Hay otros casos que no son tan inocuos, y aquí prefiero emplear la mayéutica. ¿Cuántas películas contemporáneas no tienen como punto de climax un disparo, una muerte, un chorro de sangre o un crimen sexual? ¿Cuántos filmes puede citar el lector, en los que la encarnación de lo cool (pensemos en George Clooney o Brad Pitt) está ligada de una u otra forma a lo ilegal? ¿Es casualidad que prototipos de la modernidad mediática como Amy Whinehouse o la propia Spears sean personajes que en “la vida real” estén marcados por fuertes adicciones? ¿Qué tanto de ello se traspasa a la vida de millones de seres humanos que siguen o tratan de seguir tales pautas de comportamiento de manera ciega y acrítica? Todo lo anterior me llama la atención porque he escuchado a muchas personas rechazar aficiones como la del fútbol, como si ese apego fuese señal inequívoca de un coeficiente intelectual o social ínfimo. En ciertos círculos, también es cool decir que uno no se interesa por el balompié en un tono que, por otra parte, pocas veces admite replica. Pero curiosamente, nunca he escuchado a esas mismas personas tratar de arrojar una mirada crítica a la violencia en las demás manifestaciones del espectáculo en el mundo. Es más, muchas de estas personas se deshacen en elogios a la sola mención de Quentin Tarantino (genio del cine cuya obra aborda algunos de los aspectos más perturadores de la violencia), y son fanáticos de series como Los Sopranos. Las califican, seguramente no sin razón, como “obras de arte”. Pero emitir un juicio respecto a la violencia que contienen, o hacia la cultura de la ilegalidad que en ellas flota, pareciera tema prohibido. Ahí nadie se arriesga a lanzar críticas, a ser confundido con “la derecha”; en fin, a aparecer como uncool. Ésa es otra de las condicionantes de la dictadura del entretenimiento: no hay peor pecado que la sospecha de ser feo, gordo o anticuado. O eres cool, o no existes. Tomando todo ello en cuenta, me atrevo a afirmar que el fútbol es uno de los territorios más nobles dentro del mundo del espectáculo. Para ser aficionado a este deporte no hay condiciones físicas ni razones de género que cuenten. Tampoco hace falta ser un hooligan o tener cierta ideología para formar parte de las cofradías del balompié. En la mayoría de los casos no hay ritos iniciáticos, y la cifra de dichos rituales es mucho menor si se analiza cuántos de ellos involucran algún acto violento o despreciativo de la vida. En los estadios de fútbol profesional están practicamente ausentes fenómenos como el racismo, el crimen y la violencia extrema. Esto se debe a dos cosas que también hablan bien del fútbol como entorno social. Por una parte, los partidos profesionales son estrictamente observados dentro y fuera de la cancha. Recientemente, dos jugadores del Hoffenheim estuvieron a punto de ser suspendidos por tardarse más de diez minutos en asistir al examen antidoping después de cada partido. Por otra, cuando se producen exabruptos son ampliamente discutidos y frecuentemente, como en el caso de Alemania, rechazados de manera frontal. Recuerdo el enfrentamiento entre el portero de Dortmund, Roman Weidenfeller, y el delantero de Schalke 04, Gerald Asamoah. Éste acusó a aquel de haberlo llamado “cerdo negro”, lo cual desató una tremenda polémica, si bien la sanción al arquero fue más bien tenue. En el sentido de tales debates, puede decirse que el balompie no vulnera sino que enaltece los principios de la democracia. En el más inocuo de los casos, el es una forma de diversión. Esto no significa que esté exento de peligros ni que sea immune a la crítica. Pero si se aplicara de igual modo el purismo seudointelectual a todas las manifestaciones masivas de entretenimiento, seguramente el fútbol saldría muy bien parado en cuanto a su aportación a la cultura democrática, en comparación con el violentísimo espectáculo cool de nuestros días.
Comentarios
Como argentino, me da un poco de vergüenza leer tu nota y comprobar cuánta razón tenés, especialmente en lo relacionado al fútbol.
En mi país, estos aspectos que destacás del fútbol mundial no están tan presentes. En los últimos años hubo muchos actos discriminatorios y xenofobia. Por ejemplo: allá por 2001, un árbitro detuvo dos partidos por cantos xenófobos, de acuerdo a que le exigían los reglamentos. Nada ocurrió con los clubes de los hinchas infractores y el árbitro terminó siendo subrepticiamente relegado en su carrera por aquellos que habían redactado los reglamentos a los que él obedeció. Casi psicótico, ¿no?
Hace diez días, los hinchas de Independiente desplegaron en el partido contra Boca banderas de Bolivia y Paraguay, aludiendo así despectivamente al presunto origen de la mayoría de los hinchas del equipo de la ribera. El árbitro ni siquiera interrumpió el encuentro por eso, aunque incluyó los hechos en su informe posterior. ¿Conclusión? Todo sigue igual. El árbitro, que violó los reglamentos, sigue dirigiendo tan campante; Independiente y sus seguidores siguen impunes; los dirigentes, que una vez más son los mismos que redactaron las normas que castigan estas conductas, se taparon los ojos.
Por eso tu nota me llenó de vergüenza.
Te mando un abrazo.